Shangrilá hace referencia a un paraíso terrenal situado entre China y Tíbet, una zona utópica de felicidad permanente aislada del mundo exterior. Este topónimo ficticio nació de la novela “Horizontes perdidos”, de James Hilton, posteriormente llevada al cine por Frank Capra. Desde entonces han sido varios los pueblos que se han rifado este nombre. El año 2002, el antiguo condado de Zhongdian se rebautizó como Shangrilá, incrementado exponencialmente el número de turistas que anualmente lo visitan. 

Arriba, los monasterios de Shangrilá

Por fin llegué a la Shangrilá de mis sueños. Atrás quedó esa ciudad grande, fea y gris que tan mal se presentó en nuestra ruta de viaje. ¿Este es el supuesto paraíso? ¿De aquí vamos a tener que escribir una leyenda?

El día amaneció soleado. 115 yuanes y un autobús nos dieron acceso a la parte alta –y escondida– de aquella ciudad china cercana al Tíbet. Más que un barrio parecía un pueblo. Esto era realmente la Shangrilá que yo tenía en mi cabeza: un sitio pequeñito, con casas bajas, puertas y ventanas muy fotogénicas, y gente amable. Sus colores chillones contrastaban con el azul del cielo y el blanco de las nubes.

Puertas de Shangrilá

Nuestra entrada la hicimos por la «parte de atrás», sin pasar por el acceso principal –turístico–. Gracias a este desvío he vivido la que ha sido una experiencia viajera de lo más surrealista: iba curioseando y disfrutando del silencio pues me había quedado rezagada de mis tres compañeras. En un momento dado me asomé por una puerta pequeña que daba a un patio enorme, la crucé y fue como si me trasportara a la escena de una película: de repente apareció un monje, que me hizo señas para que entrase a lo que parecía una casa. Yo le había perdido la pista a las demás pero me dejé llevar y le seguí. Tras la puerta había una tela que impedía el acceso directo pero el monje la retiró con cuidado para que yo pasase. No era una casa, era el primer templo budista que veía en mi vida. Allí me encuentro con mis amigas, que no podían hablar de la emoción… Todas las paredes estaban decoradas con pinturas para mí nada familiares; y había muchas figuras de budas, algunas muy grandes, que me dejaron entre perpleja y espantada.

Uno de los accesos al pueblo, por la «parte de atrás»

Tras inspeccionar el lugar, el mismo monje nos condujo a la parte de arriba, que ya me parecía más sobria. Me dio la sensación de que vivían en esta parte del edificio pues ví a otros monjes sentados en un cuartucho, que miré con disimulo. Ya casi nos íbamos a ir cuando aquellos monjes nos invitaron a pasar con ellos, y yo con gusto lo hice. Las demás me siguieron y acabamos sentadas en torno a una estufa, donde estaban calentando comida. Nos ofrecieron pan, queso y té. Ellos no hablaban inglés pero Miriam, una alemana que chapurreaba el chino, les explicó cuatro cosas sobre nosotras. Nos miraban divertidos, supongo que por esa zona del pueblo no suele haber muchos turistas y les hacíamos gracia. A mí me pareció un momento mágico, ¿cuántas veces en mi vida podré compartir otra situación como esta? Para mí, ellos son los exóticos, los extraños. Pero no paraban de cuchichear y sonreírnos, para ellos nosotras somos las extranjeras.

Compartiendo la comida con los nuevos amigos

Quizás estuvimos media hora allí dentro, quizá menos, sin duda yo habría alargado la visita pero otro compañero nos estaba esperando en alguna parte de Shangrilá. En el camino nos colamos en la entrada de otra ¿casa? donde había muchas velas encendidas y alguien rezando al que no llegamos a ver. La voz profunda de aquella persona recitando mantras tampoco podré olvidarla.

Finalmente llegamos a la zona de los grandes monasterios. Todos son muy parecidos por dentro, y ahí sí que había muchos turistas, tanto chinos como occidentales. Es una pasada verlos con esos budas enormes. Algo que me ha chocado mucho es que la limosna –no hay monedas, sólo billetes– la gente la deja en cualquier lado: entre el arroz de las ofrendas, debajo de las velas, entre las juntas de los azulejos, por el suelo, en cajas, tirados de cualquier forma… impacta pasear entre tanto oro y dinero.

Buda de cinco metros de altura

Único monasterio al que pude echarle fotos pues en el resto estaba prohibido hacerlo

Salimos de los templos a contemplar las vistas. Shangrilá se encuentra en una ladera desde la que se ve el lago del valle y las montañas que lo rodean se sienten de un verde intenso gracias a la luz del sol, que se escapa entre las densas nubes. No tardamos en escuchar los truenos, en esta zona la lluvia viene con puntualidad británica. Aún así, la tormenta quiso respetarnos y nos dejó que disfrutáramos unos instantes más de este lugar tan mágico.

Valle de Shangrilá