Enamorada de mi nueva oficina #SagradaFamilia

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Joanic. Subir a la línea amarilla, o la L4 –en Barcelona cada línea de metro tiene dos nombres–. Bajar en Bogatell a la misma hora de todos los días. Llamar al timbre en el mismo minuto de siempre. Al fin dentro. Teléfono, ordenador, gente, más teléfono, fin de la jornada laboral. Volver a casa por el camino inverso. O caminar primero para nadar después para regresar, a casa. Y poco más.

Pero hoy es uno de esos días que he decidido cambiar la rutina, lo hago porque me apetece y porque quiero alargar la vuelta a casa casi tanto como las oraciones de este párrafo. Con un libro en la mochila se puede improvisar en cualquier lugar y a cualquier hora, aunque ya son las ocho y media de la tarde y la luz empieza a escasear. Prúebalo. Prueba a sentarte a leer un libro en un banco justo en frente de la Sagrada Familia, y dime si eres capaz de leer una página completa sin levantar la vista ante tanta belleza.

–Niña, ¿ves algo? –. Cuando llegué al banco había un grupo de gente mayor que parloteaba sobre cuestiones políticas. No presté atención a la conversación aunque había palabras que se repetían y que yo cacé sin contexto ni pretexto. Mi mente andaba en algún lugar entre Córdoba y Granada, siguiendo las aventuras del Boabdil que describió Antonio Gala en El Manuscrito Carmesí.

–Sí, claro que todavía puedo leer –no había reparado que ya sólo quedaba un señor de unos 75 años. Aquella pregunta era una excusa para cortar el hielo pero, al parecer, mi respuesta no fue lo suficientemente tajante para dar a entender que quería continuar con mis aventuras literarias. Aquel hombre de gafas de pasta y ojos menudos ya no estaba sentado exactamente en el extremo opuesto a mí. Se impulsó discretamente para acortar en diez centímetros nuestra distancia.

–¿Sabe? Vengo del tango, vaya, de bailar. No se vaya usted a pensar que yo solo bailo tango. Es que la antigua plaza de toros… ¿conoce usted La Monumental? Sí mujer, la antigua plaza de toros, allí hay baile.

A aquel señor se le fueron los amigos pero no las ganas de hablar. Le observo mientras intento descifrar lo que me sigue contando pero habla demasiado bajito para escucharlo bien. Zas, otros diez centímetros menos. ¿Lo de susurrar era una estrategia para seguir acercándose? No quiero pensar mal, le sonrío, balbuceo cualquier cosa y sigo a lo mío.

–Niña, ¿ya has terminado hoy de estudiar? –me río porque me rejuvenece, parece que el peso de mi mochila aún es mayor que el número de canas.

–No estudio, es que iré a hacer deporte –no me ha escuchado. El caballero tiene una ametralladora por boca que dispara palabras a mil por segundo. Me cuenta que vive cerca de Sagrada Familia y que no le molesta el ir y venir de tantos turistas. “Esta mañana estuve hablando con un inglés que sólo hablaba inglés pero que su mujer sabía un poco de español… ¡y él me entendía! ¿Niña, tienes marido? Tendríais que probar a ir a La Monumental, el baile está muy bien, y barato. Cinco euros las mujeres y siete los hombres. Hay mucha gente grande –adoro que los catalanes se refieran a la gente mayor como “grande”– pero también hay gente joven que se ponen por los pasillos y bailan sueltos.” Por cada frase que dice recorre un poquito más de banco y ya lo tengo justo a mi lado. No me intimida, más bien le cuesta mirarme a través de sus enormes cristales y por eso está tan cerca. Yo le dejo que me siga contando, hace ya un rato que cerré el libro y ahora solo miro hacia adelante. “Yo tenía una casa en Villafranca que compré por 80.000€ pero que malvendí por 50.000€…” el hombre sigue hablando, aunque le oigo ya no le escucho porque tengo los ojos clavados en la fachada del Nacimiento. Recuerdo cuando, meses atrás, adopté la basílica de la Sagrada Familia como oficina. Se lo contaré a mis nietos: estuve trabajando en el monumento más visitado de toda España. El primer día, cuando me dieron la vuelta de rigor “para conocer las instalaciones” se me acumularon los nervios de novata con que nunca la había visto por dentro. Levanté la cabeza, abrí la boca y ya no la pude cerrar en un rato. Me sentí afortunada por estar allí y durante seis meses viví en un estado continuo de sobrecogimiento, da igual que durante ese tiempo atendiera a cientos de miles de personas –no exagero– y el ritmo fuera frenético. Algunos de mis compañeros más veteranos se sorprendían de mi entusiasmo. “Cuando llevas demasiado tiempo en un mismo lugar, pierde su esencia”. Y entrábamos en el eterno debate de que el interés lo perdían ellos, no el lugar; la perversión del sistema laboral no me dejó comprobar en persona si yo era capaz de acostumbrarme a aquella sensación. Lo mejor de trabajar allí era, sin duda, la hora del cierre. Cuando, contando a los trabajadores y los visitantes más remolones, no seríamos más de 10 personas dentro de la basílica. Bendito silencio. Si a mí me maravilla tanto, ¿qué sentirá alguien que sí es religioso? La primera vez que me quedé así, prácticamente sola, pensé que habían encendido unos focos de colores que iluminaban de forma extraordinariamente bella el interior. No eran focos, era el sol de las siete que entraba por las vidrieras.

–Tengo una “amiga” –el silencio del señor después de su confesión me devolvió al presente – Desgraciadamente ella no ha tenido hijos, pero mira, mantiene su cuerpecillo perfecto. Tengo donde agarrar –se ríe–. Mi amiga sabe que es muy bonita… Me ha dicho que, si algún día no estamos juntos, ella no tardará en encontrar a otro. Yo la dejo que venga a mi piso, que está aquí al lado, a dos calles, y se quede un día sí y otro también. Es que tiene que coger el tren desde lejos para venir a verme, ¿sabe usted? –el hombre tiene los ojos pequeños pero muy vivos, que expresan ternura y añoranza a la vez. De repente la voz se le entrecorta –Hoy no ha podido venir. Yo vivo solo, y solo he ido al baile hoy. Pero no me importa porque conozco a mucha gente, hoy he hablado con un inglés que sólo hablaba en inglés pero que su mujer sabía español…